Marianne Moore, poemas

Marianne Moore_ pangolin_ animales

Una medusa

Visible, invisible,
un talismán fluctuante,
una amatista teñida de ámbar
la habita; tu brazo
se acerca, y
se abre y
se cierra;
Quieres
atraparla,
y se estremece;
Abandonas
el intento
se abre, y se
se cierra y tú
la alcanzas.
El azul
que la rodea
se apaga, y
se aleja flotando
de ti.

A jelly-fish

Visible, invisible,
A fluctuating charm,
An amber-colored amethyst
Inhabits it; your arm
Approaches, and
It opens and
It closes;
You have meant
To catch it,
And it shrivels;
You abandon
Your intent—
It opens, and it
Closes and you
Reach for it—
The blue
Surrounding it
Grows cloudy, and
It floats away
From you.
Marianne Moore (1887-1972) en Modern American Poetry

@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@@

Un pulpo

de hielo. Engañosamente reservado y plano,
yace «en grandeza y  masa»
bajo un mar de cambiantes dunas de nieve;
puntos de color rojo ciclamen y granate en sus definidos
seudópodos
de cristal flexible -un invento muy necesario-.
con veintiocho campos de hielo de quince a cien metros de
de espesor,
de una delicadeza inimaginable.
«Atrapando bígaros entre las grietas»
o matando presas con el aplastante rigor concéntrico de la pitón,
se balancea hacia adelante «en forma de araña
sobre sus brazos» engañosos como encajes;
su «palidez fantasmal muta
al verde metálico de un estanque estrellado de anémonas».
Los abetos, en «la magnitud de sus sistemas de raíces,
se levantan al margen de estas maniobras ‘espeluznantes de contemplar,’
austeros especímenes de nuestras familias reales americanas,
cada uno como la sombra del que está a su lado.
La roca parece frágil comparada con la oscura energía de la vida,’
Su costoso interior bermellón, ónice y azul manganeso
dejado a merced del tiempo;
«teñido transversalmente por el hierro donde el agua gotea»,
y reconocido por sus plantas y  animales.
Completando un círculo,
te han engañado haciéndote creer que has progresado,
bajo las amables agujas de los alerces
«colgadas para filtrar, no para interceptar la luz del sol»-
…encontrándose con ramitas espesas de abeto…
ajustadas al borde como un ciprés recortado
como si ninguna rama pudiera penetrar el frío sin compañía compañía»;
y los depósitos minerales de oro y plata que se esconden el Espejo de la Cabra…
esa depresión que parece los dedos de una mujer con la forma del pie humano
izquierdo,
que nos inclina a su favor
antes de que hayamos tenido tiempo de ver las otras;
su color añil, verde-guisante, azul-verdoso, y turquesa,
de cien a doscientos pies de profundidad,
se funden en manchas irregulares en medio del lago…
donde, como ráfagas de tormenta
borrando las sombras de los abetos, el viento forma líneas
de ondulaciones».
¿Qué lugar podría tener el mismo mérito
para osos, alces, ciervos, lobos, cabras y patos?
Conquistada por sus antepasados,
esta es la propiedad del exigente puercoespín,
y de la rata «deslizándose hacia su madriguera en el pantano
o deteniéndose en lo alto para oler el brezo»;
de los «castores prudentes
que construyen desagües que parecen obra de cuidadosos hombres con palas».
y de los osos inspeccionando inesperadamente
los hormigueros y los arbustos de bayas.
Compuesto de gemas de calcio y pilares de alabastro,
topacio, cristales de turmalina y cuarzo amatista,
su guarida se encuentra en algún lugar, oculta en la confusión
de «bosques azules mezclados con mármol, jaspe y ágata
como si todas las canteras hubieran sido dinamitadas».
Y más arriba, en una posición de ciervo acorralado
como un fragmento centelleante de estas terribles estalagmitas,
se encuentra la cabra,
su ojo fijo en la cascada de agua que nunca parece caer-
una madeja sin fin mecida por el viento,
inmune a la fuerza de gravedad en la perspectiva de los picos.
Un antílope especial
aclimatado a «grutas de las que salen corrientes de aire penetrantes
que te hacen preguntarte de dónde has venido».
se mantiene firme
en acantilados del color de las nubes, de vapor blanco petrificado.
Patas, ojos, hocico y cuernos negros, grabados en deslumbrantes campos de hielo,
y el cuerpo de armiño sobre el pico de cristal;
el sol encendiendo su lomo como acetileno,
tiñéndolo de blanco.
Sobre este antiguo pedestal,
«una montaña con  líneas elegantes que muestran que es un volcán».
Su cima un cono completo como el del Fujiyama
hasta que una explosión lo voló.
Se distingue por una belleza
de la que «el visitante nunca se atreve a hablar en casa
por miedo a ser apedreado por mentiroso».
Big Snow Mountain es el hogar de gran diversidad de criaturas:
los que «se han hospedado en hoteles
pero que ahora se alojan en campamentos, porque lo prefieren»;
el guía de montaña que antaño fue trampero,
con dos pares de pantalones, el exterior más viejo,
desgastándose lentamente desde los pies hasta las rodillas»;
«la ardilla listada de nueve rayas
corriendo con una agilidad impropia de un mamífero a lo largo de un tronco»;
el mirlo acuático
con «su pasión por los rápidos y las cascadas de agua a gran presión».
Edificando su nido bajo el arco de algún pequeño Niágara;
la perdiz coliblanca «en invierno, de un blanco sólido,
alimentándose de campanillas de brezo y alforfón alpino»;
y las once águilas del oeste,
«aficionadas a la fragancia primaveral y a los colores invernales».
acostumbradas a la acción desinteresada de los glaciares
y a «varias horas de helada cada noche de verano».
‘Da gusto contemplarlas, ¿verdad?
¿dichosas sin ver nada?
Encaramados sobre lava traicionera y piedra pómez-
esas chimeneas y cuchillas desajustadas
que especifican «nombres y direcciones de las personas a avisar
en caso de desastre
oyen el rugido del hielo y supervisan el agua
serpenteando lentamente por los acantilados,
la carretera «trepando como el hilo
que forma el surco alrededor de una concha de caracol,
doblándose una y otra vez hasta que termina, donde empieza la nieve».
Aquí no hay «nostalgia deliberada de ojos abiertos
entre los cantos hundidos en las ondas y el agua blanca
donde «cuando oyes la mejor música salvaje del bosque
seguro que se trata de una marmota».
la víctima en algún pequeño observatorio
«una lucha entre la curiosidad y la cautela».
preguntando qué la ha asustado:
una piedra de la morrena que desciende a saltos,
otra marmota, o los ponis moteados con ojos de cristal,
criados con hierba y flores escarchadas
y rápidos tragos de agua helada.
Domesticados, nadie sabe cómo, les han enseñado a escalar la montaña,
con hombres de negocios que necesitan divertirse
trescientos sesenta y cinco días festivos al año,
estos caballitos de llamativas manchas son peculiares;
difíciles de distinguir entre abedules, helechos y nenúfares,
lirios blancos, pinceles indios,
orejas de oso y colas de gato,
y cabalgatas en miniatura de hongos sin clorofila…
engrandecidas de perfil en los lechos de musgo como piedras lunares en el agua;
la cabalgata de percal compitiendo
con la original colección americana de estilos
entre las flores blancas del rododendro que coronan
hojas rígidas
sobre las que la humedad trabaja su alquimia,
y rápidos tragos de agua helada.
transmutando el verdor en ónice.
Como almas felices en el infierno, disfrutando de dificultades mentales,
los griegos
se divertían con un comportamiento delicado
porque era «tan noble y justo»;
sin práctica en adaptar su inteligencia
a trampas para águilas y raquetas de nieve,
a bastones de montaña y otros juguetes ideados por aquellos
«atentos para aprovechar los placeres estimulantes».
Arcos, flechas, remos y palas, para los que los árboles proporcionan la
madera,
en los nuevos países más elocuentes que ningún otro…
reforzando la afirmación, esencialmente humana,
‘el bosque proporciona madera para las viviendas y con su belleza
estimula la fuerza moral de sus ciudadanos».
A los griegos les gustaba la tranquilidad, desconfiaban de lo que estaba oculto
de lo que no se veía claramente,
concluyendo con benévola contundencia,
«las complejidades seguirán siendo complejidades
mientras el mundo sea mundo»;
atribuyendo lo que torpemente llamamos felicidad,
a «un accidente o una cualidad,
una sustancia espiritual o a la misma alma,
un acto, una disposición o un hábito,
o un hábito infundido, al que el alma ha sido persuadida,
o algo distinto de un hábito, un poder’-
un poder como el que tenía Adán y del que aún carecemos.
‘Emocionalmente sensibles, sus corazones eran duros’;
su sabiduría era remota
de la de estos extraños oráculos de frío sarcasmo oficial,
en este coto de caza
donde ‘armas, redes, jábegas, trampas y explosivos,
los vehículos de alquiler, el juego y los estupefacientes están prohibidos;
los desobedientes son expulsados de forma sumaria
y no se les permite regresar sin un permiso por escrito».
Es evidente
que es espantoso tener miedo de todo;
que uno debe hacer lo que se le dice
y comer arroz, ciruelas, dátiles, pasas, galletas y tomates.
Esta flor fósil concisa sin un escalofrío,
intacta cuando se corta,
condenada por su sacrosanta lejanía…
como Henry James «condenado por el público por su decoro»;
no decoro, sino moderación;
es el amor por las cosas difíciles
el que las rechaza y las desgasta, un público que no simpatiza
con la pulcritud.
Pulcritud en el acabado, pulcritud de lo acabado.
Implacable precisión es la naturaleza de este pulpo
con su capacidad para los hechos.
«Arrastrándose lentamente con sigilo meditado,
sus tentáculos parecen acercarse desde todas las direcciones,’
nos recibe bajo vientos que «despedazan la nieve
y la lanzan como un chorro de arena
arrancando ramas y cortezas sueltas de los árboles».
¿Es ‘árbol’ la palabra adecuada para estas cosas
¿»pegadas en el suelo como lianas»?
algunos «doblados en un semicírculo con las ramas hacia un lado
parecen plumeros de polvo, mas que árboles;
otros encuentran fuerza en la unión, formando pequeños surcos achaparrados
sus aplanados tapetes de ramas se encogían tratando de escapar’
de la dura montaña ‘pensada para el hielo y pulida por el viento’-
el volcán blanco sin cara donde sople el viento
el relámpago destellando en su base,
la lluvia que cae en los valles y la nieve que cae en la cima-
el pulpo de cristal simétricamente puntiagudo
su tentáculo cortado por la avalancha
con un sonido como el del chasquido de un rifle,
bajo una cortina de nieve en polvo lanzada como una cascada».

«En 1922, Marianne Moore hizo el primero de dos viajes a Bremerton, Washington, para pasar largas temporadas de verano con su hermano. En el primer viaje, la familia viajó hasta Paradise Park, en el monte Rainier, para pasar la noche. Moore fotografió el espectacular glaciar Nisqually y tomó primeros planos de flores alpinas. Ella y su hermano se unieron a un grupo de excursionistas y subieron hasta las cuevas de hielo, la mayor distancia que los visitantes pueden alcanzar sin equipo completo de escalada.
De vuelta en Nueva York, Moore empezó un largo poema sobre Adán y Eva en el paraíso, pero pronto lo dividiría en «Matrimonio» y «Un pulpo». Sus notas de trabajo la muestran en el proceso de hacer esa división». The Road to Paradise: First Notes on Marianne Moore’s «An Octopus» by Patricia C. Willis

A octopus
of ice. Deceptively reserved and flat,
it lies ‘in grandeur and in mass’
beneath a sea of shifting snow-dunes;
dots of cyclamen-red and maroon on its clearly defined
pseudo-podia
made of glass that will bend–a much needed invention–
comprising twenty-eight ice-fields from fifty to five hundred
feet thick,
of unimagined delicacy.
‘Picking periwinkles from the cracks’
or killing prey with the concentric crushing rigor of the python,
it hovers forward ‘spider fashion
on its arms’ misleading like lace;
its ‘ghostly pallor changing
to the green metallic tinge of an anemone-starred pool.’
The fir-trees, in ‘the magnitude of their root systems,’
rise aloof from these maneuvers ‘creepy to behold,’
austere specimens of our American royal families,
‘each like the shadow of the one beside it.
The rock seems frail compared with the dark energy of life,’
its vermilion and onyx and manganese-blue interior expensiveness
left at the mercy of the weather;
‘stained transversely by iron where the water drips down,’
recognized by its plants and its animals.
Completing a circle,
you have been deceived into thinking that you have progressed,
under the polite needles of the larches
‘hung to filter, not to intercept the sunlight’–
met by tightly wattled spruce-twigs
‘conformed to an edge like clipped cypress
as if no branch could penetrate the cold beyond its company’;
and dumps of gold and silver ore enclosing The Goat’s Mirror–
that lady-fingerlike depression in the shape of the left human
foot,
which prejudices you in favor of itself
before you have had time to see the others;
its indigo, pea-green, blue-green, and turquoise,
from a hundred to two hundred feet deep,
‘merging in irregular patches in the middle of the lake
where, like gusts of a storm
obliterating the shadows of the fir-trees, the wind makes lanes
of ripples.’
What spot could have merits of equal importance
for bears, elks, deer, wolves, goats, and ducks?
Pre-empted by their ancestors,
this is the property of the exacting porcupine,
and of the rat ‘slipping along to its burrow in the swamp
or pausing on high ground to smell the heather’;
of ‘thoughtful beavers
making drains which seem the work of careful men with shovels,’
and of the bears inspecting unexpectedly
ant-hills and berry-bushes.
Composed of calcium gems and alabaster pillars,
topaz, tourmaline crystals and amethyst quartz,
their den in somewhere else, concealed in the confusion
of ‘blue forests thrown together with marble and jasper and agate
as if the whole quarries had been dynamited.’
And farther up, in a stag-at-bay position
as a scintillating fragment of these terrible stalagmites,
stands the goat,
its eye fixed on the waterfall which never seems to fall–
an endless skein swayed by the wind,
immune to force of gravity in the perspective of the peaks.
A special antelope
acclimated to ‘grottoes from which issue penetrating draughts
which make you wonder why you came,’
it stands it ground
on cliffs the color of the clouds, of petrified white vapor–
black feet, eyes, nose, and horns, engraved on dazzling ice-fields,
the ermine body on the crystal peak;
the sun kindling its shoulders to maximum heat like acetylene,
dyeing them white–
upon this antique pedestal,
‘a mountain with those graceful lines which prove it a volcano,’
its top a complete cone like Fujiyama’s
till an explosion blew it off.
Distinguished by a beauty
of which ‘the visitor dare never fully speak at home
for fear of being stoned as an impostor,’
Big Snow Mountain is the home of a diversity of creatures:
those who ‘have lived in hotels
but who now live in camps–who prefer to’;
the mountain guide evolving from the trapper,
‘in two pairs of trousers, the outer one older,
wearing slowly away from the feet to the knees’;
‘the nine-striped chipmunk
running with unmammal-like agility along a log’;
the water ouzel
with ‘its passion for rapids and high-pressured falls,’
building under the arch of some tiny Niagara;
the white-tailed ptarmigan ‘in winter solid white,
feeding on heather-bells and alpine buckwheat’;
and the eleven eagles of the west,
‘fond of the spring fragrance and the winter colors,’
used to the unegoistic action of the glaciers
and ‘several hours of frost every midsummer night.’
‘They make a nice appearance, don’t they,’
happy see nothing?
Perched on treacherous lava and pumice–
those unadjusted chimney-pots and cleavers
which stipulate ‘names and addresses of persons to notify
in case of disaster’–
they hear the roar of ice and supervise the water
winding slowly through the cliffs,
the road ‘climbing like the thread
which forms the groove around a snail-shell,
doubling back and forth until where snow begins, it ends.’
No ‘deliberate wide-eyed wistfulness’ is here
among the boulders sunk in ripples and white water
where ‘when you hear the best wild music of the forest
it is sure to be a marmot,’
the victim on some slight observatory,
of ‘a struggle between curiosity and caution,’
inquiring what has scared it:
a stone from the moraine descending in leaps,
another marmot, or the spotted ponies with glass eyes,
brought up on frosty grass and flowers
and rapid draughts of ice-water.
Instructed none knows how, to climb the mountain,
by business men who require for recreation
three hundred and sixty-five holidays in the year,
these conspicuously spotted little horses are peculiar;
hard to discern among the birch-trees, ferns, and lily-pads,
avalanche lilies, Indian paint-brushes,
bear’s ears and kittentails,
and miniature cavalcades of chlorophylless fungi
magnified in profile on the moss-beds like moonstones in the water;
the cavalcade of calico competing
with the original American menagerie of styles
among the white flowers of the rhododendron surmounting
rigid leaves
upon which moisture works its alchemy,
transmuting verdure into onyx.

‘Like happy souls in Hell,’ enjoying mental difficulties,
the Greeks
amused themselves with delicate behavior
because it was ‘so noble and fair’;
not practised in adapting their intelligence
to eagle-traps and snow-shoes,
to alpenstocks and other toys contrived by those
‘alive to the advantage of invigorating pleasures.’
Bows, arrows, oars, and paddles, for which trees provide the
wood,
in new countries more eloquent than elsewhere–
augmenting the assertion that, essentially humane,
‘the forest affords wood for dwellings and by its beauty
stimulates the moral vigor of its citizens.’
The Greeks liked smoothness, distrusting what was back
of what could not be clearly seen,
resolving with benevolent conclusiveness,
‘complexities which still will be complexities
as long as the world lasts’;
ascribing what we clumsily call happiness,
to ‘an accident or a quality,
a spiritual substance or the soul itself,
an act, a disposition, or a habit,
or a habit infused, to which the soul has been persuaded,
or something distinct from a habit, a power’–
such power as Adam had and we are still devoid of.
‘Emotionally sensitive, their hearts were hard’;
their wisdom was remote
from that of these odd oracles of cool official sarcasm,
upon this game preserve
where ‘guns, nets, seines, traps, and explosives,
hired vehicles, gambling and intoxicants are prohibited;
disobedient persons being summarily removed
and not allowed to return without permission in writing.’
It is self-evident
that it is frightful to have everything afraid of one;
that one must do as one is told
and eat rice, prunes, dates, raisins, hardtack, and tomatoes
this fossil flower concise without a shiver,
intact when it is cut,
damned for its sacrosanct remoteness–
like Henry James ‘damned by the public for decorum’;
not decorum, but restraint;
it is the love of doing hard things
that rebuffed and wore them out–a public out of sympathy
with neatness.

Neatness of finish! Neatness of finish!
Relentless accuracy is the nature of this octopus
with its capacity for fact.
‘Creeping slowly as with meditated stealth,
its arms seeming to approach from all directions,’
it receives one under winds that ‘tear the snow to bits
and hurl it like a sandblast
shearing off twigs and loose bark from the trees.’
Is ‘tree’ the word for these things
‘flat on the ground like vines’?
some ‘bent in a half circle with branches on one side
suggesting dust-brushes, not trees;
some finding strength in union, forming little stunted grooves
their flattened mats of branches shrunk in trying to escape’
from the hard mountain ‘planned by ice and polished by the wind’–
the white volcano with no weather side;
the lightning flashing at its base,
rain falling in the valleys, and snow falling on the peak–
the glassy octopus symmetrically pointed,
its claw cut by the avalanche
‘with a sound like the crack of a rifle,
in a curtain of powdered snow launched like a waterfall.’

Marianne Moore nació el 15 de noviembre de 1887 en St Louis (Missouri) y murió en Nueva York el 5 de febrero de 1972. Estudió Biología en Bryn Mawr, y posteriormente se trasladó a Nueva York, donde residiría hasta su muerte. Allí entabló amistad con William C. Williams y Ezra Pound, integrantes del grupo de poetas modernistas. Además de sus libros de poemas, publicó obras en prosa y algunas traducciones.

Marianne Moore Collection
Las colecciones literarias del Rosenbach incluyen prácticamente todos los manuscritos y papeles de la poeta modernista Marianne Moore (1887-1972), así como su biblioteca personal, miles de fotografías y el contenido de su salón de Greenwich Village, lo que convierte al Rosenbach en el centro para el estudio de esta importante escritora estadounidense. La Colección Moore es un depósito literario único, que conserva intacto un registro exhaustivo del desarrollo intelectual de un escritor. El Rosenbach se ha convertido en un lugar de peregrinación para estudiantes y amantes del arte y la literatura estadounidenses del siglo XX, y los papeles de Moore son el corazón de esta colección. Su gran significancia para la historia del crecimiento artístico e intelectual de Moore, así como el de sus coetáneos, entre ellos Ezra Pound, T.S. Eliot, H.D., Elizabeth Bishop, William Carlos Williams, Wallace Stevens y muchos más, ha hecho de los papeles de Moore un recurso tan importante y tan utilizado.

Deja un comentario