De California traje un múrex espinoso,
la sílice de sus púas, ataviada con humo
su erizada apostura de rosa congelada,
y su interior rosado de paladar ardía
con una suave sombra de corola carnosa.
Mas tuve una cyprea cuyas manchas cayeron
sobre su capa, ornando su terciopelo puro
con círculos quemados de pólvora o pantera,
y otra llevó en su lomo liso como una copa
una rama de ríos tatuados en la luna.
Mas la línea espiral no sostenida
sino por aire y mar, oh
escalera, scalaria delicada,
oh monumento frágil de la aurora
que un anillo con ópalo amasado
enrolla deslizando la dulzura.
Saqué del mar, abriendo las arenas,
la ostra erizada de coral sangriento,
spondylus, cerrando en sus mitades
la luz de su tesoro sumergido,
cofre envuelto en agujas escarlatas,
o nieve con espinas agresoras.
La oliva grácil recogí en la arena,
húmeda caminante, pie de púrpura,
alhaja humedecida en cuya forma
la fruta endureció su llamarada,
pulió el cristal su condición marina
y ovaló la paloma su desnudo.
La caracola del tritón retuvo
la distancia en la gruta del sonido
y en la estructura de su cal trenzada
sostiene el mar con pétalos, su cúpula.
Oh rostellaria, flor impenetrable
como un signo elevado en una aguja,
mínima catedral, lanza rosada,
espada de la luz, pistilo de agua.
Pero en la altura de la aurora asoma
el hijo de la luz, hecho de luna,
el argonauta que un temblor dirige,
que un trémulo contacto de la espuma
amasó, navegando en una ola
con su nave espiral de jazminero.
Y entonces escondida en la marea,
boca ondulante de la mar morada,
sus labios de titánica violeta,
la tridacna cerró como un castillo,
y allí su rosa colosal devora
las azules estirpes que la besan:
monasterio de sal, herencia inmóvil
que encarceló una ola endurecida.
Pero debo nombrar, tocando apenas
oh Nautilus, tu alada dinastía,
la redonda ecuación en que navegas
deslizando tu nave nacarada,
tu espiral geometría en que se funden,
reloj del mar, en nácar y la línea,
y debo hacia las islas en el viento,
irme contigo, dios de la estructura.
Pablo Neruda, Mollusca Gongorina de Canto general
En realidad, lo mejor que coleccioné en mi vida fueron mis caracoles. Me dieron el placer de su prodigiosa estructura: la pureza lunar de una porcelana misteriosa, agregada a la multiplicidad de las formas, táctiles, góticas, funcionales.
Miles de pequeñas puertas submarinas se abrieron a mi conocimiento, desde aquel día en que don Carlos de la Torre, ilustre malacólogo de Cuba, me regaló los mejores ejemplares de su colección. Desde entonces y al azar de mis viajes recorrí los siete mares acechándolos y buscándolos, más debo reconocer que fue el mar de París el que, entre ola y ola, me descubrió más caracoles. París había transmigrado todo el nácar de las oceanías a sus tiendas naturalistas, a sus «mercados de pulgas».
Más fácil que meter las manos en las rocas de Veracruz o de Baja California, fue encontrar bajo el sargazo de la urbe, entre lámparas rotas y zapatos viejos, la exquisita silueta de la oliva textil. O sorprender la lanza de cuarzo que se alarga, como un verso del agua, en la rosellaria fusus. Nadie me quitará el deslumbramiento de haber extraído del mar el espondylus roseo, ostión tachonado de espinas de coral. Y más allá entreabrir el Espondylus blanco, de púas nevadas como estalagmitas de una gruta gongorina.
Algunos de estos trofeos pudieron ser históricos. Recuerdo que en el museo de Pekín abrieron la caja más sagrada de los moluscos del mar de China, para regalarme el segundo de los dos únicos ejemplares de la Thatcheria mirabilis. Y así pude atesorar esa increíble obra en la que el océano regaló a China el estilo de templos y pagodas que persistió en aquellas latitudes.
Pablo Neruda, Confieso que he vivido