Año 1990 de Nuestro Señor, en el punto azul pálido

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Año 1990 de Nuestro Señor, en el punto azul pálido

Ante un mundo atónito,
en noviembre de 1989, cae el muro de Berlín.
A unos 4.700 millones de kilómetros de la Tierra,
se cierran los ojos de la Voyager 2
tras haber sobrevolado Neptuno
y su excéntrica luna Tritón.
Mientras la multitud se agolpa en la Puerta de Brandeburgo,
la Nasa desactiva las cámaras de la nave
y, a ciegas, la sonda viajera
continúa su travesía hacia los confines del Sistema Solar.

El sueño del “Grand Tour” comenzó el verano de 1961
con una computadora de IBM
y un matemático programando series de ecuaciones
para resolver el problema de ‘los tres cuerpos’.
La pesadilla del muro comenzó también ese mismo verano
con la «Operación Rosa»,
un anillo de alambre de espino rodeando Berlín,
para resolver el problema del éxodo
de los muchos cuerpos que querían atravesar a occidente;
En Pasadena, Michael Minovitch
se enfrascó en la mecánica celeste,
dibujando trayectorias y rutas
para futuras misiones espaciales.
Nadie lo escuchó.
En Berlín los soldados levantaron bloques de hormigón,
cegaron ventanas, electrificaron vallas…
Un muro partió la ciudad en dos.
La población quedó dividida.
Nadie la escuchó.

En 1977, cuando los planetas se alinearon
y las Voyager partieron rumbo al infinito,
Berlin Este siguió bajo el influjo de astros infaustos,
tapiado el horizonte por un telón en blanco y negro.
Desde el espacio, a todo color,
llegaban a la tierra miles de imágenes
-Una Gran Mancha Roja abría sus pétalos
en el hemisferio sur de Júpiter;
sobre el limbo de Ío
se elevaba la pluma azul de Prometeo-
-Corría el año 1979 de Nuestro Señor el gigante gaseoso-
Los dioses volvieron a ocupar su lugar en el panteón celeste.

De la Europa celeste de las Voyagers
a la Europa de los estados satélites soviéticos,
de las grietas de su corteza helada
a las de la segunda guerra fría.
Mundos extravagantes
en los que orbitan imágenes icónicas,
como la del beso fraterno entre Brezhnev y Honecker
o la de la gran luna Ganimedes, una bola navideña en el espacio.
Pero todavía tendremos que esperar una década
hasta que el muro se derrumbe
y las Voyagers tomen el “Retrato de la familia” del Sistema Solar.

El año 1990 de Nuestro Señor, en el punto azul pálido,
la historia se acelera y el tiempo nos alcanza.
«Free, free Nelson Mandela» gritan en Ciudad del Cabo,
en todo el país repican las campanas y
ondean las banderas del Congreso Nacional Africano.
«Somos un pueblo», gritan en Berlin,
pidiendo la reunificación alemana.
El Pacto de Varsovia comienza a disolverse,
a su manera, con la doctrina Sinatra…
Aunque pocos lo saben,
la Vogager 1 se dirige hacia el espacio interestelar,
y antes de que apaguen sus cámaras, se gira
para echar un último vistazo a nuestro loco mundo
desde seis mil millones de kilómetros.

Mientras el muro se fragmenta en miles de pedazos,
en un punto del pixel,
Dimitri Vrúbel hace bocetos para el recuerdo
inspirados en la foto del beso socialista,
«Dios mío, ayúdame a sobrevivir a este amor mortal»
se titula el mural.
Era el 14 de febrero de 1990.

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Entre el 9 de noviembre del año 1989, día en el que cayó el muro de Berlín, y la primera quincena del mes de febrero del año siguiente, transcurre un trimestre frenético cargado de acontecimientos que cambiaron el mundo. El 9 de febrero de 1990 comienzan las obras de derribo del muro, al día siguiente, Gorbachov da el visto bueno para la reunificación alemana, que se producirá este mismo año. El 11 de febrero, en Sudáfrica, Nelson Mandela es puesto en libertad, tras 27 años en prisión, -era el principio del fin del apartheid-.
La cascada de acontecimientos se sucede, el Sóviet Supremo se plantea la disgregación de las repúblicas de la Unión Soviética y los países del bloque del Este inician un rápido proceso de democratización. Esta vorágine, que acabará con la disolución de la URSS y la desaparición del Pacto de Varsovia, desembocará en el final de la Guerra Fría y la construcción de un nuevo orden mundial.

En el cosmos, entre el otoño de 1989 y el invierno de 1990, las sondas Voyager marcaron un hito en la exploración espacial, al concluir el Grand Tour por los cuatro planetas gigantes en menos de una década. Tras la visita de la Voyager 2 al sistema de Neptuno, se apagaron sus cámaras, nunca más volvería a tomar imágenes de ningún cuerpo estelar.
La primera quincena de noviembre, la Voyager 1 sobrevoló Saturno y algunas de sus lunas, pero antes de iniciar su misión Interestelar realizó una última secuencia de 60 fotografías, era la última oportunidad de hacer un «Retrato de la familia del Sistema Solar» . En este mosaico de imágenes, la Tierra, apenas es un punto azul pálido en la inmensidad del espacio. Media hora más tarde de retratar a nuestro planeta, las cámaras de la Voyager 1 se apagaron. Estas serían las últimas de las más de 67 000 imágenes tomadas por la misión.

En su travesía por el espacio interestelar, Voyager 2 ya está a 20.000 millones de kilómetros de la Tierra y Voyager 1 a más de 24.000, aunque desde hace unos meses su unidad de telecomunicaciones comenzó a fallar y la NASA tiene problemas para repararla.

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Esta entrada, dedicada al punto azul pálido, participa en polidivulgadores de Hypatiacafe @hypatiacafe.

Las viajeras estelares

El 5 de septiembre de 1977 se lanzó desde Cabo Cañaveral la sonda Voyager 1. Su hermana gemela, Voyager 2, había despegado 16 días antes, el 20 de agosto, 47 años después, se han convertido en los objetos fabricados por el hombre que han viajado más lejos de nuestro planeta.
En la segunda mitad del siglo XX comenzó la carrera espacial, la rivalidad entre Estados Unidos y la Unión Soviética por la conquista del espacio hizo volar la imaginación de buena parte de la población mundial. En la década de los 70, millones de personas estaban enganchados por la exploración del cosmos y el estreno de la primera película de la saga ‘La Guerra de las Galaxias’, en 1977, desató la fiebre por la ciencia ficción.
En este contexto de misiones espaciales y contiendas estelares comenzaron su travesía las naves Voyager, que viajan con un disco de oro titulado «Los sonidos de la Tierra«, un compendio de datos elaborado por un comité presidido por Carl Sagan, que lo denominó una “botella en el océano cósmico”.
Pero en esta época los astros estaban también en sintonía; los planetas exteriores del Sistema Solar se alinearon a finales de la década de los 70 y su colocación era idónea para la asistencia gravitacional. Este efecto tirachinas permitió a las naves viajar a gran velocidad sin apenas consumir combustible. La sonda Voyager 2, por ejemplo, aprovechando sucesivamente el tirón de Júpiter, Saturno y Urano alcanzó Neptuno en 1989, sin este efecto hubiera tardado unos 30 años más. La fecha de lanzamiento no fue casual, los científicos sabían que los planetas no volverían a estar situados en esas posiciones concretas hasta el 2152. Pero ¿quién había llegado a esas conclusiones?
Para viajar a los planetas exteriores hace falta escapar de la fuerza gravitacional que ejerce el Sol y, en los años 60, la NASA no podía asegurar vida útil a una sonda más allá de unos meses, en esta época un joven matemático, Michael Minovitch, que realizaba el doctorado en el Jet Propulsion Laboratory (JPL), decidió dedicar su tiempo libre a resolver el problema de “los tres cuerpos”, programando en la nueva computadora IBM series de ecuaciones que le ayudaran a resolver la incógnita. Obtuvo una información bastante exacta sobre las posiciones de los planetas y demostró que si una nave pasa cerca de un planeta que orbita alrededor del Sol puede apropiarse de parte de la velocidad orbital de ese astro y acelerar en dirección opuesta al Sol sin utilizar el combustible de propulsión.
Intento por convencer a la Nasa de la importancia de su descubrimiento, dibujó a mano numerosas trayectorias de hipotéticas misiones, entre ellas una ruta específica que, años más tarde, se convertiría en la trayectoria de las sondas Voyager. Pero era el año 1962 y en el JPL estaban enfrascados con el Proyecto Apolo y nadie prestó mayor atención a su hallazgo.
El proyecto fue tomando forma cuando el ingeniero espacial Gary Flandro, partiendo de los estudios de Minovitch, comenzó a refinar los cálculos y cayó en la cuenta de que si entre 1976-1978 se lanzaba una sonda, ésta podría visitar los cuatro planetas exteriores, o bien varias combinaciones de los mismos además de Plutón. Finalmente, la NASA aceptó la idea de una gran expedición y, en 1970, se consiguieron los fondos para la construcción de dos naves espaciales gemelas que se convertirían en las Voyagers.
Tras enormes dificultades técnicas y cambios de planes, la misión fue todo un éxito, la Voyager 1 sobrevoló a Júpiter y Saturno y, a continuación, después de visitar Titán (luna de Saturno), abandonó la eclíptica del Sistema Solar. La Voyager 2, después de visitar Júpiter y Saturno, siguió su camino hacia Urano y Neptuno, dejando la eclíptica tras el paso sobre Tritón (luna de Neptuno). Ambas han realizado hallazgos asombrosos, como el descubrimiento de 22 nuevos satélites, anillos en Júpiter o que Europa parece estar cubierta por un vasto océano de hielo y continúan su viaje. En septiembre de 2013 la Nasa anunció que la Voyager 1 había atravesado la heliosfera, una burbuja que rodea a todo el Sistema Solar.
Lo más sorprendente es que 47 años después todavía siguen enviando señales y los datos de sus diferentes instrumentos.
Si una imagen pudiera representar esta misión, sería la tomada por la Voyager 1 desde una distancia de 6000 millones de kilómetros, en el que nuestro planeta visto desde los confines del sistema solar queda casi reducido a un pixel en la fotografía y que fue bautizada Un punto azul pálido.

Acoplado a un costado de las naves, viaja el disco de oro de las Voyager “Sonidos de la Tierra”, un compendio de datos que nos representara como humanidad, elaborado por un comité presidido por el astrónomo y escritor Carl Sagan. Entre los sonidos enviados al Cosmos, como mensaje en una botella, está la canción ‘Dark Was the Night, Cold Was the Ground‘, (Oscura era la noche, fría estaba la Tierra) de Blind Willie Johnson.

Oscura era la noche, fría estaba la Tierra

“Oscura era la noche, fría estaba la Tierra”,
el blues de ‘Blind’ Willie Johnson,
junto con el canto nocturno de los navajos
y los latidos del corazón de Ann Druyan
ya han cruzado el Cinturón de Kuiper.
—La NASA anunció que la Voyager 1
dejaba atrás la heliopausa, abandonando el Sistema Solar—.
Desamparados en la Vía Láctea,
arropados tan solo por gas ionizado,
los esquemas de ADN y las leyes de Newton
duermen su letargo cósmico
en los surcos del disco de oro de la Voyager
con otros ‘grandes éxitos’ del Planeta.
Escucho el gemido de la guitarra
mientras oscurece en esta parte de la Tierra,
y el verano se debilita, como la señal de la Voyager.
La luna mengua,
y el lamento de ‘Blind’ en las calles de Beaumont,
se desplaza hacia la nube de Oort,
—en unos 40.000 años se aproximará a la constelación de la Jirafa—.
Entre rasgueo y rasgueo,
repaso el inventario que vaga en el abismo
y que intenta explicar “a quién corresponda”
la deriva continental, la evolución de los vertebrados
o el endemoniado tráfico de una ciudad en hora punta.
En la carátula,
una descripción del lugar de nuestro planeta en la Galaxia,
un átomo de hidrógeno
y las instrucciones de uso y manejo del disco.
“Dark was the night, cold was the ground”
(Oscura era la noche, fría estaba la Tierra),
Un blues desvalido en la frontera.
Voz profunda adentrándose en el espacio profundo,
mensajera frágil “en el áspero camino hacia las estrellas”.

Más información
«El beso fraternal socialista«, 1979. El fotógrafo Regis Bossu logró captar este momento en el que Leonid Brezhnev y Erich Honecker se dan un «beso». Posteriormente, la imagen sirvió de inspiración para un mural,  pintado en 1990, por el artista ruso Dmitri Vrúbel en la East Side Gallery, una sección del muro de Berlín.

Un puñado de foraminíferos de Sarah Maguire

Sarah Maguire_foraminiferos_microfósiles

Un puñado de foraminíferos

La arena, a primera vista –
granular,
una rica molienda
de finos granos y pepitas,
abriéndose
en un enjambre de casas diminutas
pintadas de rosa u ocre, azafrán, tiza,
algunas fundidas sólidamente como el cristal
– hialino, diamantino,
la traslúcida cuna íntima de una lágrima.

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La equilibrada simplicidad de una célula unicelular
ocupada en sus asuntos
en absoluto silencio.
Los pseudópodos
flotan claros a través de sus aberturas,
estandartes surcando las aguas
flecos volantes, bufandas, faldas harapientas;
breves redes de tacto,
tímidos gestos de contacto.
Sus mansiones de filigrana
están llenas de secretos
pasadizos auriculares
dan a galerías,
suaves arcadas,
surcadas de pérgolas, se abren
a balcones que se inclinan
sobre puertas entreabiertas.

****

Bentónicos,
sus galaxias alfombran las profundidades de los océanos,
un lento rezume calcáreo
que se acuesta suavemente en la oscuridad.
Crean sus casas
de restos flotantes y desechos,
ajustando los granos cuidadosamente
entre los alvéolos,
segregando un mortero calcáreo resistente;
las paredes de las conchas se pulen hasta que brillan
o con guijarros de un blanco azucarado –
la arquitectura de la casualidad y la gracia.

****

Centavos del cielo,
el amarillento lecho de roca
tallado en losas repleto de tesoros
Deslizándose desde sus casas
llegan cientos de monedas
grandes soberanos que tropiezan,
bolsillos llenos de calderilla,
ideales para Lanzarlos, ideales para atesorarlos
en cofres.
Nummulites gizahensis,
la riqueza de los faraones
se eleva hacia el cielo,
una escalera de piedra caliza a las estrellas.

****

Plantas rodantes, naves espaciales, semillas perla, calamares,
Luces de colores, alfileteros, biodomos, vainas,
coladores, estrellas de mar, vilanos, lentejas,
borlas, ammonites, pepinillos, dientes,
hongos de lobo, huesos largos, condones, bombillas,
termómetros, granadas, catapultas, granizo.

Abre los puños y
los restos mortales de un millón de criaturas
se escurrirán
de entre tus dedos.
Eoceno
polvo en el viento.
Sarah Maguire (Londres, 1957 – 2017) / The Pomegranates of Kandahar. / Traducción de Elena Soto

Firmeza

el corazón del everest
está adornado con incrustaciones
de corales,
pequeñas conchas y hepáticas,
criaturas marinas
petrificadas
Caliza quebradiza,
sus cristales
se erosionan
bajo la nieve, vienen a la deriva
en el aire azul y leudante.
El océano, mi amor,
es realmente muy poco profundo –
embarca montañas
hasta
desde sus flancos,
bosques, lagunas
Lo que es firme
se mueve –
el tiempo curtido en piedra
sales
depositadas en los sedimentos,
la caída de las hojas,
el duro empuje de los brotes
bajo la lluvia
golpeando el cristal.
Sarah Maguire, Almost the Equinox: Selected Poems.

Foraminíferos chivatos del pasado de nuestro planeta

Cuando paseamos por la arena de la playa, buceamos en el mar o contemplamos algunos monumentos construidos con roca caliza, quizás ignoremos que en todos estos lugares existe un mundo de caprichosos diseños, formado por pequeñas criaturas marinas. Los foraminíferos son joyas en miniatura que aparecieron en nuestro planeta hace unos 500 millones de años y sus descendientes han llegado hasta nosotros, poblando mares y océanos, desde los polos hasta el ecuador, y desde las zonas litorales hasta los fondos oceánicos.
En ocasiones estos organismos aparecen en los lugares más insospechados -sus fósiles forman parte de construcciones tan famosas como las pirámides de de Egipto-, y es que las conchas de estos habitantes del antiguo mar de Tethys, que se acumularon durante millones de años hasta formar rocas calizas, han sido empleadas desde tiempos inmemoriales como material de construcción; en la pirámide de Guiza, por ejemplo, puede verse uno de los ejemplares de mayor tamaño del denominado Nummulites gizehensis (del latín nummulus ‘pequeña moneda’), un género de foraminíferos extintos, que vivió durante el Mioceno medio, cuando toda aquella región era un gran arrecife coralino.
Los foraminíferos son protozoos, seres unicelulares eucariotas, que a pesar de tener una única célula pueden ser extremadamente complejos en funciones y estructura interna. Serían una especie de amebas con conchas. Su caparazón, normalmente de carbonato cálcico, está constituido por cámaras interconectadas por poros llamados forámenes (foramina), característica que les da su nombre. Pueden encontrarse en todos los ambientes marinos (litorales, neríticos y pelágicos) y son organismos fundamentales en la red trófica de todos los mares del planeta, pero, además, poseen un enorme interés científico, pues ayudan a los investigadores no solo a desentrañar cómo eran los océanos y sus ecosistemas en el pasado, sino también a inferir las condiciones ambientales actuales.